Cuando pensamos en la cumbia, evocamos rápidamente la fiesta y el baile. Identificamos y reconocemos cada vez más las propuestas de las agrupaciones de la llamada nueva cumbia chilena y nos sacamos el sombrero ante la experiencia de Tommy Rey, de los músicos de la Sonora Palacios o del trabajo que vienen realizando hace 10 añosLos Rumberos del 900. Y aunque hay una cierta amnesia colectiva, desde muchos sectores de la sociedad se está trabajando para realzar el patrimonio sonoro nacional e incorporar en nuestra definición identitaria la diversidad que involucra este terruño tan aislado del continente, incluyendo la de los músicos cumbiancheros que nos han hecho bailar durante más de 50 años.
Es así como se rindieron homenajes al tocopillano Juan “Chocolate” Rodríguez el pasado 2 de abril cuando murió, o tiempo atrás se improvisó un Macondo para despedir a Luisín Landáez (2008) o de manera más reciente La Orquesta Cubanacán organizó un repertorio bailable para Roberto Fonseca – Pachuco- en la conmemoración de los 10 años de su partida (2011). El esfuerzo de los compañeros de música para evitar que las voces se apaguen y que la memoria se borre, puso en el tapete nuevamente la discusión acerca de la importancia del oficio, de mirar más allá de la festividad y reconocer a la persona, al trabajador que nos entrega esa alegría.
Ser músico en Chile involucra una carga y un esfuerzo por sacar adelante el impulso creativo, modificar el ambiente cercano y, al mismo tiempo, vivir de ese trabajo. Ser músico cumbianchero se encuentra, además, con los prejuicios históricos con los que carga esta musicalidad. Ya sea por su origen foráneo, por su simplicidad, por su arraigo popular o, en la actualidad, por lo masiva que está siendo esta música, el camino ha sido duro aún cuando la cumbia sea sinónimo de alegría por excelencia. Es como si ser intérprete de cumbias tuviera menos valor.
Pero si nos cuesta tanto- por lo menos en el discurso- reconocernos en este ritmo ¿por qué permanece? ¿Por qué hay cultores que llevan más de 50 años animando cuanta fiesta venga, a lo largo de todo Chile y poniéndole el hombro a la pedregosa historia reciente? O ¿por qué músicos provenientes de distintos estilos han confluido para expresar sus pasiones a través de la cumbia?
Si en las décadas de los ‘50 y ‘60 el trabajo estaba garantizado por la apertura y la ocupación de los espacios públicos, donde las radios, teatros y celebraciones abundaban (de ahí el apelativo de “época de oro de la bohemia”) ¿qué pasó después? Por un lado, podría explicarse que la llegada de la televisión y la masificación de la industria musical, al mismo tiempo que el cierre de espacios y la represión dictatorial, a través del toque de queda, contribuyeran al repliegue de los músicos (quienes de hecho, debieron ocuparse en actividades alternativas para sacar adelante sus vidas). Pero, ¿cómo podemos explicarnos el hecho de que la definición como músico cumbianchero se estableciera como neutral, ecuánime y apolítica, casi como si la música se mantuviera en una esfera impenetrable de la realidad social?
El caso de Luisín ha sido uno de los más simbólicos, ya que por manifestar su postura política en la Alameda (con porrazo incluido) debió exiliarse en Venezuela después del Golpe de Estado del ’73. Del mismo modo, lo controversial de la figura de Pachuco, con su abierta postura pro dictadura militar y por ser uno de los rostros más visibles durante la década de los ’80, cuando la fiesta era sólo de unos pocos, le significó el rechazo del pueblo y más que un conflicto a la orquesta Cubanacán completa, por el posicionamiento y vinculación que había adquirido.
Por otro lado, si nos detenemos en la composición musical y poética de la cumbia nos encontramos con que, en general, carece de contenido político explícito, por lo que el cuestionamiento viene dado en la definición que los músicos hacen de su propio trabajo. Si la cumbia es fiesta, que la fiesta sea de todos, ya que es una de las instancias más democráticas y transversales de toda sociedad. De ahí, por ejemplo, podríamos comenzar a preguntarnos por qué Chile no tiene carnaval o como sostiene el musicólogo Juan Pablo González “Chile tiene festival, pero no tiene carnaval”, debido a la normatividad que ha existido siempre sobre los espacios de alegría.
Sin embargo, en una sociedad que despierta, que se cuestiona y que se vuelca a la calle como añorando un “tiempo pasado que fue mejor”, y ante la certeza de que el modelo político y económico se encuentra en crisis, los sonidos van adquiriendo matices y se vuelven sintomáticos, aún la carga histórica que posean. Es así, como desde la llamada nueva cumbia chilena se provoquen quiebres y, por ejemplo, veamos aJuana Fe incorporando los ritmos negros en su música o críticas sociales en su repertorio, a Santa Feria manifestando postura política en sus letras, a Banda Conmoción en las marchas (y no sólo en el escenario) o a la Orquesta Tocornal parodiando el sistema educativo de mercado y relevando la figura de Víctor Jara.
Y aunque muchos de los músicos de la escena actual vengan de otros estilos musicales- como plantean los argentinos Semán y Vila, los rockeros critican al mundo burgués, los cumbiancheros lo ofenden-, es la cumbia la que permite que confluyan los discursos sonoros, que se replantee la profesión, se amplíe el repertorio y, lo que es más importante, se resignifique el espacio festivo, ya no sólo como un escape o una alienación, sino como una forma de modificar el escenario y donde los trabajadores de la música tienen mucho que decir y bastante por tocar, pues son justamente ellos los que ponen los sonidos a este contexto histórico.
Artículo publicado en El Ciudadano, Primera quincena mayo 2012 /año 8 / Nº 124 (P. 18)